Actualmente en México se proyectan dos posturas o visiones radicalmente antagónicas en torno al sector energético, augurando un destino diametralmente opuesto para millones de mexicanos. Por un lado, los sectores conservadores abogan por la privatización desmedida y la entrega inescrupulosa de estos recursos estratégicos a las voraces fauces de empresas extranjeras. Por otro, una corriente nacionalista de izquierdas defiende el control sobre el petróleo y la electricidad, enarbolando la bandera de la justicia social. Pero esta disyuntiva trasciende con mucho las meras dimensiones económicas. Es una cuestión primordial de seguridad nacional, desarrollo autónomo y, sobre todo, dignidad y equidad para millones de mexicanos marginados y oprimidos.
Las amargas experiencias del pasado han desvelado la cruda realidad que se oculta tras las engañosas promesas de eficiencia, inversión y empleos enarboladas por los grupos privatizadores. Las fallidas aperturas energéticas han dejado una gran desigualdad insondable, explotación de comunidades vulnerables y depredación ambiental. “El saqueo despiadado de los recursos naturales por parte del capital privado transnacional ha sido una constante lacerante en los países en vías de desarrollo”, advierte con voz grave el lingüista y filósofo Noam Chomsky, férreo defensor de la soberanía de los pueblos sobre sus riquezas naturales.
Por el contrario, una política energética nacionalista con un enfoque social genuino permitiría canalizar la enorme riqueza proveniente del petróleo y la electricidad hacia donde más se necesita con urgencia: desarrollo comunitario integral, infraestructura digna, becas educativas transformadoras y servicios de salud de calidad en las regiones más desprotegidas y olvidadas del país. Tarifas preferenciales garantizarían el acceso universal a estos servicios básicos para los sectores más vulnerables y empobrecidos, sentando las bases para una auténtica justicia redistributiva.
Desde una perspectiva geopolítica inaplazable, la soberanía energética es un asunto primordial de seguridad nacional que no admite tregua ni dilación. Depender de empresas privadas extranjeras nos colocaría en una posición de vulnerabilidad extrema ante posibles disrupciones o presiones, atentando directamente contra los intereses supremos de la nación. ¿Acaso estamos dispuestos a poner nuestro destino en las manos codiciosas de corporaciones que sólo velan por sus intereses económicos desmedidos y rapaces? Las lecciones amargas de la historia nos advierten con voz atronadora sobre las consecuencias nefastas del entreguismo y el saqueo imperialista de recursos naturales.
Debemos aprender de los casos donde las nacionalizaciones energéticas han sido un rotundo éxito cuando se gestionan de forma responsable, transparente y con visión de Estado, como en el paradigmático ejemplo de Noruega. Su fondo soberano de petróleo es un epítome resplandeciente de cómo estos recursos pueden impulsar el desarrollo integral y sostenible de un país entero, convirtiendo la riqueza del subsuelo en progreso tangible para todas las capas de la sociedad.
Por otro lado, experiencias análogas como la venezolana nos recuerdan con crudeza que el Estado debe administrar con eficiencia intachable y combatir sin tregua la corrupción endémica que corroe las entrañas de la nación. Soberanía no puede ser jamás un eufemismo para encubrir opacidad, desidia gubernamental o malversación de los bienes públicos.
Definitivamente, esta no es una decisión meramente económica o técnica. Es un auténtico dilema civilizatorio que definirá de manera indefectible el rumbo de millones de mexicanos por generaciones: ¿pondremos nuestra riqueza al servicio de las élites empresariales depredadoras o de las mayorías empobrecidas y oprimidas? ¿Mantendremos la soberanía de nuestros recursos o nos someteremos indignamente a los intereses extranjeros?
La izquierda nacionalista nos ofrece la oportunidad inaplazable de rescatar de las sombras del olvido y la marginación a quienes la desigualdad estructural ha condenado a una existencia indigna y miserable. Mientras que la derecha conservadora nos augura un futuro sombrío de polarización galopante, explotación sin freno y entreguismo ante el capital internacional.
La soberanía energética no es un lujo superficial, es una necesidad apremiante e inaplazable. Es la llave maestra que permitirá desatar el verdadero potencial de desarrollo autónomo y justicia social en México. A nosotros, como ciudadanos conscientes, nos toca decidir el camino a seguir en las urnas. El petróleo y la electricidad deben ser patrimonio inviolable de la nación, no botín de unos cuantos privilegiados insaciables. La hora de la reivindicación energética por la dignidad de nuestro pueblo ha llegado.