A lo largo de las épocas, los movimientos estudiantiles han sido protagonistas indiscutibles en la lucha por transformar profundamente las estructuras educativas universitarias, tradicionalmente ancladas en esquemas verticalistas, jerárquicos y carentes de mecanismos democráticos vinculantes.
Desde las célebres jornadas del mayo francés de 1968 hasta las recientes manifestaciones en demanda de un modelo híbrido durante los embates de la pandemia, estos colectivos han asumido un rol protagónico como agentes visionarios de cambio en la búsqueda incesante por redefinir los contornos de la educación superior.
Pensadores críticos de la talla de Herbert Marcuse advirtieron con perspicacia que la falta de una participación genuina y vinculante por parte del alumnado en los procesos decisorios constituía una forma solapada pero letal de reprimir su potencial emancipador y cuestionador de los paradigmas establecidos. Restringir sus libertades y capacidad de injerencia atenta de lleno contra su desarrollo integral, coartando la eclosión de sus facultades cognitivas, psicológicas y sociales.
En esta línea, innumerables movimientos han irrumpido en las aulas denunciando la creciente mercantilización de un derecho fundamental y bien público como lo es la educación. Levantan su voz contra las dinámicas antidemocráticas imperantes, la obcecada falta de empatía social por parte de autoridades enquistadas en sus enclaves privilegiados, y la alarmante desarticulación entre los contenidos curriculares y las realidades más apremiantes de una sociedad convulsionada por múltiples crisis. Su demanda unánime es una mayor horizontalidad en la toma de decisiones.
Los beneficios de avanzar hacia una auténtica apertura democrática en el seno de las instituciones académicas son vastos y multidimensionales: el forjamiento del pensamiento crítico, la promoción de valores cívicos y de participación ciudadana, la vinculación orgánica entre academia y necesidades comunitarias, el desarrollo de habilidades socioemocionales y empatía intercultural, por sólo mencionar algunos ejemplos. Permitir una participación activa y protagónica del estudiantado es requisito sine qua non para erigir verdaderos espacios formativos integrales de calidad.
No obstante, estos esfuerzos han tropezado reiteradamente con murallas infranqueables por parte de estructuras de poder anquilosadas, burocracias laberínticas y prácticas autoritarias y represivas. Pese a los embates, su lucha sigue siendo baluarte imprescindible para rehumanizar el quehacer universitario desde sus entrañas más profundas.
La tan apremiante transición hacia modelos pedagógicos auténticamente humanistas, donde el educando sea concebido como un ser integral y no un ente escindido, puede vincularse de manera indisoluble con estas demandas históricas de mayores espacios democráticos desde las propias aulas. Una inserción protagónica de los alumnos en los procesos decisorios es condición indispensable para cultivar los valores humanísticos fundamentales.
Alentar e institucionalizar la voz disonante e instituyente de los estudiantes es imperativo no sólo para oxigenar contenidos, planes y métodos de enseñanza, sino también para contrarrestar los efectos nocivos de una burocratización excesiva y sistemática que ha ido carcomiendo lentamente los cimientos humanísticos y la razón de ser primera de la universidad como faro civilizatorio del pensamiento crítico y libre.
Una excesiva burocratización, lejos de ser un mero detalle técnico, conduce irremediablemente hacia un paulatino y silencioso proceso de desarraigo entre las casas de estudios superiores y su entorno social y comunitario. Ello atenta contra principios humanistas tan fundamentales como el desarrollo de la empatía intercultural y el compromiso transformador de los estudiantes con las realidades más urgentes.
Repensar a fondo los modelos pedagógicos bajo una óptica integral y humanizadora debe ir de la mano con hacer realidad las históricas demandas de democratización emanadas de las propias trincheras estudiantiles. Sólo así la universidad podrá aspirar a convertirse en catalizadora idónea para desplegar a plenitud el potencial cognitivo, psicológico, socioemocional y de conciencia crítica de los educandos como agentes motores del cambio social.