Por Horacio de Jesús Malcampo Moreno
Vivimos en la era de la posverdad; donde los hechos objetivos tienen menos influencia que los llamados a las emociones y creencias personales. Asimismo, experimentamos una avalancha informativa sin precedentes, con noticias falsas y teorías de conspiración propagándose como virus a través de las redes sociales.
Esta tormenta de desinformación ha dado lugar a peligrosas tendencias como la negación del cambio climático, el auge de la extrema derecha y el resurgimiento de enfermedades antes erradicadas por el escepticismo hacia las vacunas.
Ante este preocupante panorama, urge replantear profundamente los sistemas educativos para crear programas enfocados en entrenar las mentes jóvenes en el pensamiento crítico y el método científico; herramientas esenciales para navegar reflexivamente este complejo entorno posmoderno y resistir el embate de noticias falsas.
Filósofos de la talla de Matthew Lipman y Theodor Adorno de la Escuela de Frankfurt, ya advertían sobre los peligros de una educación que no emancipe intelectualmente a los estudiantes ni les provea de un espíritu reflexivo y disposición al cuestionamiento.
Lipman, padre del movimiento de Filosofía para Niños, abogaba por iniciar desde edades tempranas entrenando las habilidades de razonamiento, interrogación y búsqueda autónoma de conocimientos. Caso contrario, estos patrones de pensamiento se vuelven extremadamente difíciles de modificar en la adultez, quedando las personas susceptibles su vida entera a adoptar ideas radicales.
Por su parte, Paulo Freire, destacado pedagogo crítico brasileño, condenaba la educación “bancaria” donde los estudiantes son vasijas pasivas que reciben los depósitos de información de sus profesores. Este modelo fue dominante por siglos, pero hoy resulta claramente insuficiente e ineficaz para preparar a los jóvenes para los desafíos contemporáneos.
Freire abogaba en cambio por sistemas dialógicos, participativos, donde los niños son agentes en la co-construcción de su aprendizaje mediante la interrogación, la reflexión crítica, el cuestionamiento de supuestas verdades establecidas y el continuo ejercicio de la duda razonable. Sólo así puede germinar un genuino pensamiento científico y prepararse intelectualmente para identificar falacias, evaluar argumentos, considerar diversas perspectivas y distinguir entre información confiable y desinformación interesada.
Concretamente, son varias las estrategias pedagógicas activas que pueden fomentar estas anheladas habilidades inquisitivas. El aprendizaje basado en proyectos que enfrenta a retos del mundo real, el debate guiado en clase para considerar pros y contras de ideas controvertidas, la lectura crítica de artículos académicos que obliga a identificar fortalezas y debilidades argumentativas, o los juegos de roles donde se debe asumir y defender perspectivas contrapuestas, constituyen todos vehículos propicios para entrenar la mente escéptica e independiente que tanto necesitan las nuevas generaciones.
Urge replantear profundamente los enfoques tradicionalistas en la pedagogía institucionalizada, transitando de la instrucción pasiva hacia la formación activa de mentes inquisitivas, analíticas y racionales. Esto constituye nada menos que una vacuna intelectual frente a la viral desinformación posmoderna amenazando incluso los cimientos de la propia democracia. Son tiempos de revolución educativa que claman por sistemas enfocados en enseñar a pensar en lugar de simplemente transmitir información.