Por: Horacio de Jesús Malcampo Moreno
El sistema educativo moderno tal como lo conocemos hoy en día tiene sus raíces en las reformas impulsadas en Prusia a finales del siglo XVIII durante el denominado “despotismo ilustrado”. Bajo este sistema, se buscaba extender la educación a amplios sectores de la población como una forma de tener un mejor control y servicio del Estado.
La visión de la época consideraba la educación como un medio para producir súbditos dóciles y obedientes, capaces de servir a los intereses del Estado. No se trataba de un sistema pensado para el libre desenvolvimiento y crecimiento personal de los educandos, sino que estaba enfocado en la transmisión eficiente de conocimientos y habilidades útiles para la economía y la administración prusiana.
Este enfoque sentó las bases para un sistema educativo altamente estandarizado y orientado a la homogenización. Con el tiempo, este modelo se fue expandiendo por distintos países, estableciéndose como la forma dominante de escolarización masiva. Por ello, diversos pensadores críticos han señalado que la escuela moderna cumple una función de control social al moldear a los estudiantes para adaptarse dócilmente a las demandas de la sociedad industrial.
En este contexto, “la razón” de los jóvenes corre el peligro de volverse un mero instrumento al servicio del sistema. En lugar de ser estimulada como una facultad crítica, creativa y transformadora, la tendencia actual es reducirla a un medio para procesar información y responder acríticamente a los estímulos del entorno.
Es necesario repensar profundamente estos fundamentos sobre los que se ha erigido la escolarización moderna. Urge reconstruir epistemológicamente el sentido de la educación, situándola como un proceso que debe potenciar las capacidades evidentemente humanas de cada estudiante, en lugar de adaptarlo dócilmente a un molde preestablecido.
Para ello, se requiere transitar hacia un paradigma socio-cultural en educación, donde los procesos de enseñanza y aprendizaje estén enfocados en el desarrollo personal en un contexto de comunidad y cultura compartida.
Asimismo, es vital estimular activamente el pensamiento crítico, reflexivo y analítico desde los primeros años, brindando herramientas para el cuestionamiento, la interpretación y la construcción de nuevos significados por sobre la mera transmisión de información.
Junto con lo anterior, la dimensión psicosocial no puede estar ausente, comprendiendo al estudiante como un ser integral, con necesidades de reconocimiento, autoestima y realización personal. El bienestar debe ser tan importante como el rendimiento académico.
Con estos elementos como base, es posible avanzar hacia una transformación progresiva del paradigma educativo dominante, centrándonos en la formación de personas integrales, con pensamiento autónomo y capacidad de aprender a aprender, reduciendo los riesgos de una instrumentalización utilitaria de la “razón”. La escuela debe ser un espacio de crecimiento multidimensional en libertad.