Existe una forma particular de soledad que solo puede experimentarse en compañía: la soledad de quien finge creer una mentira mientras observa al otro fingir que dice la verdad. En los territorios del deseo, hemos perfeccionado esta danza hasta convertirla en nuestra coreografía más íntima.
Él dice palabras que suenan a compromiso mientras su cuerpo declara otra cosa. Ella escucha esas palabras sabiendo que son apenas un protocolo necesario para acceder a territorios que ambos desean sin admitir. Entre ellos se teje un pacto silencioso: yo finjo que te creo, tú finges que dices la verdad, y así nos ahorramos la vergüenza de reconocer que ninguno de los dos está dispuesto a nombrar con honestidad lo que habita en el centro de este encuentro.
No es que seamos especialmente mentirosos. Es que hemos heredado un lenguaje roto para hablar del deseo, un diccionario en el que cada palabra significa algo distinto de lo que declara. “Quiero conocerte mejor” significa “quiero tu cuerpo esta noche”. “No busco nada serio” significa “no contigo, pero no quiero decírtelo así”. “Veamos cómo fluye” significa “mantengamos todas las puertas abiertas para huir cuando sea conveniente”.
La mentira que más daño hace no es la que uno dice, sino la que ambos sostienen. Porque cuando ella asiente ante sus palabras falsas, cuando él interpreta esa aceptación como complicidad genuina, lo que se establece no es una relación, sino un teatro donde ambos son actores conscientes de la farsa, pero ninguno puede abandonar el escenario sin admitir que sabía, desde siempre, que todo era una representación.
Hemos construido una arquitectura completa de la intimidad basada en el supuesto de la mala fe del otro. Cada gesto se lee como estrategia, cada palabra se pesa en busca de la mentira oculta, cada silencio se interpreta como confirmación de nuestras peores sospechas. Y así, la desconfianza que aplicamos como protección termina por convirtirse en la profecía que cumplimos: si asumo que mentirás, te mentiré primero; si espero tu traición, te traicionaré antes.
En los espacios donde el deseo se negocia, hemos olvidado que alguna vez fue posible decir “me atraes” sin un manual de estrategias. Que alguna vez pudimos admitir la confusión sin que esa confesión se convirtiera en una debilidad que el otro explotaría. Que existió un tiempo en el que la vulnerabilidad no se experimentaba como estupidez que debía ocultarse, sino como condición necesaria para cualquier encuentro que mereciera llamarse humano.
La paradoja cruel de nuestro tiempo es que utilizamos la mentira para protegernos del dolor, pero es precisamente esa mentira la que garantiza el tipo de dolor que más tememos: el dolor de estar acompañados y seguir estando solos, el dolor de ser tocados sin ser vistos, el dolor de compartir la cama con alguien que no conocemos y que tampoco nos conoce.
Nos hemos vuelto detectives de las intenciones ajenas, fiscales que interrogan cada gesto, jueces que sentencian antes de escuchar. La intimidad se ha convertido en un juicio permanente en el que ambas partes son culpables de antemano. Y en esa sala de tribunal emocional, nadie puede permitirse el lujo de bajar la guardia, porque bajar la guardia es “darse la de tonto”, y en el evangelio contemporáneo del deseo, ser tonto es el único pecado imperdonable.
Así llegamos a esta configuración extraña y melancólica: todos sabemos que todos mienten, todos sabemos que todos saben que mienten, pero mantenemos la ficción porque hemos olvidado cómo se habla sin ella. La sinceridad se ha vuelto un idioma extranjero que quizás aprendimos en la infancia, pero que abandonamos al cruzar el umbral del deseo adulto.
En los cuerpos que se encuentran bajo el manto de este pacto de doble engaño, hay una soledad que ninguna cercanía física puede remediar. Porque la soledad más profunda no es la del cuerpo sin compañía, sino la del alma que se oculta incluso cuando el cuerpo se entrega. Es la soledad de quien tiene que recordar constantemente qué versión de sí mismo está representando, qué mentiras ha dicho, qué verdades debe seguir ocultando para mantener viva la ilusión.
No somos malvados. Somos solo personas asustadas que han aprendido que el mundo castiga la honestidad y recompensa la astucia. Que han visto caer a quienes se atrevieron a ser transparentes y prosperar a quienes perfeccionaron el arte del disimulo. Y así, cada uno de nosotros llega a la misma conclusión razonable aunque fatal: si el juego es sucio, más vale aprenderlo bien.
Pero hay algo que se pierde en este juego. Algo que no tiene nombre en claro, pero cuya ausencia se siente como un hambre antigua. Es la posibilidad del encuentro que no está precedido por el cálculo, el roce que no viene después de la negociación, la mirada que encuentra otra mirada sin tener que preguntarse primero qué esconde.
Quizás el verdadero problema no sea que mintamos. El verdadero problema es que hemos llegado a creer que la mentira es inteligencia, que la desconfianza es madurez, que proteger el corazón requiere enterrarlo tan profundamente que ni siquiera nosotros mismos podamos encontrarlo. Hemos confundido el blindaje con la fortaleza, y en ese error, nos hemos condenado a formas de intimidad que son apenas simulacros de lo que buscamos.
En algún lugar, debajo de las capas de estrategia y disimulo, seguimos siendo esos seres que alguna vez supieron decir “me gustas” sin un manual de instrucciones. Pero hemos olvidado el camino de regreso a esa simplicidad. Y mientras no lo recordemos, seguiremos construyendo relaciones sobre el doble engaño, sobre la mentira que ambos sostenemos, sobre la soledad compartida de quienes están juntos pero siguen esencialmente solos.
La pregunta que nos persigue en las noches después de los encuentros vacíos no es si el otro nos mintió. La pregunta es cuánto tiempo más podremos sostener esta arquitectura de falsedades antes de olvidar por completo cómo se siente la verdad.




