La tercera vinculación a proceso de Gerardo Vargas Landeros no solo es una continuación de su laberinto judicial; es, sobre todo, el retrato de un sistema político que sigue sin asumir responsabilidades ni reconocer los límites entre la función pública y el negocio privado.
El caso —por daño al erario por 33 millones de pesos en un contrato irregular con la empresa Consultoría Humana Acsora S.A. de C.V.— tiene implicaciones que van mucho más allá de los tribunales. Se trata de un espejo que refleja las fisuras de la clase gobernante sinaloense: la opacidad, la impunidad y la defensa del poder por encima de la ética pública.
Desde el punto de vista jurídico, la vinculación a proceso dictada por el juez Carlos Alberto Herrera es un paso que confirma la existencia de elementos razonables para presumir la comisión de delitos de ejercicio indebido del servicio público y desempeño irregular de la función pública. La Fiscalía Anticorrupción presentó pruebas documentales —contratos, facturas, transferencias y testimonios— que sugieren un daño al Ayuntamiento de Ahome derivado de una adjudicación directa sin justificación legal y con un costo que excedió los márgenes normativos.
La defensa, sin embargo, centró su estrategia en dos puntos: primero, que el actual alcalde sustituto Antonio Menéndez de Llano Bermúdez —entonces regidor e integrante de las comisiones de Hacienda y Gobernabilidad— habría participado y conocido del proceso de contratación; y segundo, que el presunto delito ya habría prescrito.
Ambos argumentos son, en esencia, una maniobra doble: jurídica y política. Jurídica, porque buscan desactivar el proceso penal mediante tecnicismos y dilaciones temporales. Política, porque pretenden trasladar parte de la responsabilidad al denunciante, en una suerte de “si yo caigo, tú también”. Pero en el fondo, lo que estas defensas revelan es el agotamiento de una forma de ejercer el poder: la que confunde el interés público con la conveniencia de grupo, la lealtad política con la complicidad administrativa.
En lo político, el caso es un golpe duro a la imagen de Vargas Landeros, que ya enfrenta tres procesos y un desafuero, además de las secuelas mediáticas y judiciales del escándalo por la renta de patrullas. Pero también es una prueba de fuego para la institucionalidad de Ahome, un municipio que ha sido rehén del cálculo electoral y la disputa por la narrativa de la limpieza moral. La pugna entre Vargas y Menéndez no es solo legal; es una batalla por el relato: quién representa la corrupción y quién la denuncia.
Desde el punto de vista social, la repetición de estas historias erosiona la confianza ciudadana. Cada nueva vinculación deja la sensación de que la justicia llega tarde, si llega; y que los mecanismos de control interno —como los comités de adquisiciones y las auditorías— se han convertido en rituales formales que legitiman decisiones previamente acordadas. La corrupción no se comete en la oscuridad, sino en las salas de juntas, con actas firmadas y sellos oficiales.
Lo más preocupante es que, aun con tres procesos encima, Gerardo Vargas no parece representar una excepción dentro del sistema, sino una consecuencia natural de él. Las adjudicaciones directas, los contratos con despachos “consultores”, los porcentajes desmesurados por gestiones que el propio Estado podría realizar, son la norma silenciosa de una administración pública que ha hecho del presupuesto un territorio de intermediarios.
Que los abogados defensores apelen a la prescripción o intenten señalar al actual alcalde sustituto no solo es una estrategia legal; es también un síntoma del cinismo institucional. Si Menéndez sabía o no, lo determinarán las pruebas, pero lo que ya sabemos todos es que el municipio de Ahome fue administrado bajo una lógica de intereses compartidos, donde las fronteras de la responsabilidad se desdibujan convenientemente.
Al final, el caso 1478/2025 no es solo un expediente judicial: es un test de coherencia para la justicia sinaloense y una advertencia para la política local. La pregunta que flota sobre la audiencia no es únicamente si Vargas Landeros es culpable o inocente, sino si alguna vez el sistema dejará de producir a sus propios acusados.
Porque cuando los abogados del poder recurren al espejo, lo que terminan viendo no es a su enemigo, sino a su reflejo.