Los huérfanos del Chics

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Hubo un tiempo en que el Chics fue más que un restaurante: fue un refugio cotidiano, una estación del alma en el trajín de Culiacán. Nacido del ingenio empresarial de la familia Ley, se volvió punto de encuentro para desayunos pausados, comidas compartidas y cenas que sabían a confidencia. Pero, sobre todo, fue territorio de charla, de pausa, de ese café conversado que ni el tiempo ni el olvido logran del todo disipar.
El cierre del Chics, injusto y absurdo, no logró disipar del todo su espíritu. Aquellos que lo frecuentaban, fieles a su ritual de encuentro y pertenencia, simplemente cruzaron la calle Francisco Javier Mina y ocuparon un nuevo santuario: el McDonald’s de Los Insurgentes, en la Colonia Centro Sinaloa. No por nostalgia, sino por instinto. Como si un hilo invisible los guiara hacia otra esquina del mundo donde aún fuera posible seguir siendo ellos.
No diré sus nombres. No hoy. Pero conste aquí su existencia: yo los he llamado, sin pedirles permiso, “Los huérfanos del Chics”.
Se instalan ahí, todos los días, sin falta. De lunes a domingo. Por la mañana, al caer la tarde, cuando anochece. Llegan a diferentes horas, sin agenda ni pretextos, solo con el deseo de conversar, compartir un silencio, mirar la vida pasar con un café Blasón en mano, ese con refill, como si el tiempo también pudiera recargarse en cada sorbo. A veces piden una hamburguesa, otras una nieve, un apple pie, o un trozo de pay de queso que nadie confiesa necesitar, pero todos agradecen.
Son personajes de novela, dispersos en mesas numeradas. Cada uno con su historia. Políticos jubilados, pensionados en general, artistas que alguna vez brillaron, académicos que piensan demasiado, periodistas que aún sueñan con la verdad, escritores que ya no escriben y otros que lo hacen para sí mismos, compositores reconocidos y frustrados, religiosos descreídos, bohemios sin guitarra, poetas con la mirada en el suelo, enamorados sin destinatario, y locos, claro, locos con destellos de lucidez que asustan y deslumbran. También hay mujeres, muchas. Pero una en particular se sienta siempre en la misma mesa. Ella no dice mucho. Y sin embargo, lo dice todo cuando te tropiezas con su mirada.
A veces el bullicio infantil cede su lugar al murmullo profundo de las conversaciones entre estos seres extraordinarios. En ese instante, el McDonald’s deja de ser franquicia y se convierte en un santuario informal de almas errantes.
No contaré aún sus historias. Eso vendrá después. Hoy, sólo dejo estas líneas como testimonio. Porque allá voy, una vez más, a encontrarme con Los huérfanos del Chics, antes de que la noche los disperse y el café se enfríe.

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