En el silencio de la noche, cuando el mundo se detiene y las máscaras caen, ¿no has sentido alguna vez ese susurro desde lo más profundo de tu ser? Es la voz de quien fuiste antes de que las responsabilidades comenzaran a acumularse, antes de que el peso de lo que llaman “madurez” empezara a transformar tu mirada sobre el mundo.
Existimos suspendidos entre recuerdos que se desvanecen y futuros que nunca llegarán. Pero hubo un tiempo en que habitábamos plenamente el presente, cuando cada segundo era una eternidad y cada descubrimiento, una revelación cósmica. Un tiempo en que éramos niños.
Mira tus manos ahora. Las mismas manos que una vez construyeron castillos imposibles, que pintaron cielos verdes y mares violetas, que se extendieron hacia las estrellas creyendo que bastaba estirar los dedos para alcanzarlas. ¿En qué momento comenzaron a sentirse atadas por expectativas, a temblar ante la presión de elegir un camino, a medirse contra estándares que otros crearon para ti?
La infancia no es simplemente una etapa que dejamos atrás. Es una dimensión del ser que muchos comienzan a abandonar incluso antes de terminar la adolescencia, convencidos de que crecer significa renunciar a ver lo extraordinario en lo cotidiano. Nos dicen que madurar es aprender a ser “realistas”, a moderar nuestros sueños, a encajar en moldes predefinidos. Y poco a poco, vamos creyéndolo.
Pero el universo sigue siendo ese mismo campo de maravillas que una vez exploraste con ojos llenos de asombro. ¿Por qué el cielo es azul? ¿Cómo vuelan los pájaros? ¿De dónde viene la luna cuando aparece? ¿Por qué brilla el agua? El niño que fuiste no preguntaba para obtener respuestas académicas, sino porque cada pregunta era una puerta hacia la magia de un mundo recién descubierto. No buscaba certezas —vivía feliz en el misterio y se deleitaba con la infinita posibilidad de cada cosa.
Recuerda cómo la lluvia era música, cómo cada charco era un océano en miniatura, cómo un abrazo podía sanar cualquier herida. Esa percepción no era ingenua —era profundamente sabia. Sentías la vida en su intensidad más pura, sin el filtro de conceptos, expectativas y miedos que ahora se interponen entre tú y la experiencia directa del ser.
Cuando jugábamos, no existía el tiempo lineal. Éramos uno con el momento, completamente presentes, habitando ese estado que los filósofos han perseguido durante milenios. La felicidad no era una meta lejana, sino el estado natural de estar vivos, de respirar, de existir bajo el mismo sol que hoy te ilumina pero que ya no te deslumbra.
¿Recuerdas el vértigo de lanzarte sin saber si alguien te atraparía? ¿La libertad de llorar sin pudor cuando algo te lastimaba? ¿La honestidad brutal con que expresabas tu alegría, tu miedo, tu amor? Esa autenticidad es el tesoro que hemos enterrado bajo capas de convenciones sociales y autoprotección.
No es nostalgia lo que deberíamos sentir por nuestra infancia perdida, sino una profunda conmoción existencial ante el exilio voluntario de nuestra verdadera naturaleza. Porque en el fondo, seguimos siendo ese ser asombrado ante el misterio de existir, esa conciencia que se pregunta por qué hay algo en lugar de nada.
La angustia que a veces te despierta en medio de la noche no es otra cosa que el niño dentro de ti ahogándose en un mar de certezas prestadas, de verdades ajenas, de miedos heredados. Ese niño que sabía que la vida no es un problema a resolver sino un misterio a experimentar.
Cuando muere la capacidad de asombro, comienza la verdadera vejez. Cuando dejamos de creer en lo imposible, algo esencial se marchita dentro de nosotros. No es un corazón roto lo que duele en el pecho de tantos adultos —es un alma que ya no recuerda cómo volar.
Y sin embargo, basta un instante de genuina maravilla para que todo vuelva. Un atardecer que te detiene en seco. Una risa que brota desde lo más profundo. Un abrazo que disuelve el tiempo. En esos momentos, el niño eterno que eres reconoce el universo como su hogar, y el miedo se desvanece como la niebla ante el sol.
Hoy, en este día que celebra la infancia, la pregunta no es solo cómo hacer para que los niños crezcan correctamente, sino cómo evitar que los jóvenes al borde de la adultez pierdan su esencia en el camino, y cómo recuperarla quienes ya llevamos tiempo transitando ese sendero. No se trata de evadir responsabilidades, sino de mantener viva esa capacidad de asombro ante el milagro cotidiano de estar vivos, aun cuando las presiones de estudiar, trabajar, decidir o producir intenten ahogarla.
Porque al final, cuando todo se desvanezca, cuando los logros y las posesiones se vuelvan polvo, lo único que permanecerá será la intensidad con que viviste, la autenticidad con que amaste, la valentía con que te atreviste a ser quien realmente eres, más allá de las máscaras y los roles.
Y eso, precisamente eso, es lo que los niños hacen naturalmente, sin esfuerzo, sin pretensiones. Ser, simplemente ser, con toda la fuerza y la fragilidad que eso implica. En un mundo que nos empuja constantemente hacia el futuro, tal vez la verdadera revolución sea recordar lo que ya sabíamos cuando la vida era nueva: que el ahora es lo único real, que el asombro es la única plegaria necesaria, y que en el fondo de nuestro ser, donde habita el niño eterno, no existe el miedo.