El valor transformador del conocimiento en la educación

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“¿Y esto para qué me va a servir?” Es una pregunta que resuena en las aulas de nuestras escuelas y universidades con desconcertante frecuencia. Una pregunta que refleja la creciente tendencia a valorar el conocimiento únicamente por su aplicación práctica inmediata. Una pregunta que, en el fondo, revela una profunda incomprensión sobre la naturaleza transformadora de la educación.

Todos hemos experimentado ese momento de desconcierto frente a un concepto abstracto o una teoría aparentemente desconectada de nuestra realidad cotidiana. Es una sensación comprensible en un mundo que privilegia lo inmediato, lo tangible, lo directamente aplicable. Sin embargo, cuando reducimos la educación a su valor utilitario, estamos despojándola de su poder más profundo: su capacidad para transformarnos interiormente.

La educación no es simplemente una acumulación de habilidades prácticas, sino un proceso de expansión de la conciencia. Cada teorema matemático que comprendemos, cada periodo histórico que analizamos, cada obra literaria que interpretamos, va modificando sutilmente nuestra forma de percibir y habitar el mundo. Este proceso no siempre es evidente mientras ocurre, pero sus efectos son innegables a largo plazo.

Pensemos en las matemáticas, frecuentemente cuestionadas por su aparente desconexión con la vida cotidiana. Cuando un estudiante se enfrenta a un problema algebraico complejo, no está simplemente manipulando símbolos en una página. Está desarrollando la capacidad de identificar patrones, de establecer relaciones lógicas, de perseverar frente a la dificultad, de buscar múltiples caminos hacia una solución. Estas habilidades cognitivas trascienden ampliamente el contexto específico en que se aprenden y se convierten en herramientas mentales para toda la vida.

Lo mismo ocurre con disciplinas como la filosofía o la historia, tan frecuentemente descartadas como “teóricas” o “irrelevantes”. Cuando estudiamos las grandes preguntas filosóficas sobre la ética, la verdad o la naturaleza humana, estamos cultivando una profundidad de pensamiento que inevitablemente influirá en nuestras decisiones personales y profesionales. Cuando analizamos procesos históricos, desarrollamos una comprensión más matizada de la causalidad social y una mayor capacidad para interpretar críticamente el presente.

Es cierto que la conexión entre estos aprendizajes y sus aplicaciones futuras no siempre es evidente. No podemos predecir exactamente cómo un conocimiento específico nos será útil años después. Pero quizás esa sea precisamente la grandeza de una educación integral: nos prepara no solo para el mundo que conocemos, sino para el que aún no podemos imaginar.

La verdadera tragedia educativa no es que los estudiantes aprendan contenidos que nunca “usarán” directamente. La tragedia es que, al enfocarnos obsesivamente en la utilidad inmediata, estamos privándolos de experiencias de aprendizaje profundas que podrían expandir significativamente sus horizontes intelectuales y existenciales.

En un mundo caracterizado por la incertidumbre y el cambio acelerado, las habilidades más valiosas son precisamente aquellas que nos permiten adaptarnos, pensar críticamente y seguir aprendiendo continuamente. Estas capacidades se desarrollan mejor a través de un currículo diverso que desafíe constantemente nuestras mentes, incluso —o especialmente— cuando nos enfrenta a conocimientos que parecen distantes de nuestras necesidades inmediatas.

Cuando un estudiante cuestiona la relevancia de un concepto matemático abstracto, de un periodo histórico remoto o de una reflexión filosófica compleja, está perdiendo de vista que el valor de estos conocimientos no radica principalmente en su aplicación directa, sino en cómo transforman su capacidad de pensar, de comprender y de crear.

En el fondo, la pregunta “¿para qué me va a servir esto?” revela una concepción instrumental de la educación que necesitamos trascender. El conocimiento no es simplemente una herramienta que utilizamos; es un lente a través del cual percibimos la realidad. Cada nuevo concepto que integramos, cada nueva perspectiva que incorporamos, modifica sutilmente ese lente, ampliando nuestra visión del mundo y de nosotros mismos.

¿No es acaso esta transformación interna —esta expansión de nuestra capacidad de percibir, comprender y crear— el propósito más elevado de la educación? ¿No es esta la verdadera “utilidad” que deberíamos valorar?

Quizás la respuesta más honesta a la pregunta “¿para qué me va a servir esto?” sea: para convertirte en una versión más completa, más profunda y más consciente de ti mismo. Para desarrollar una mente capaz de enfrentar la complejidad con lucidez. Para habitar el mundo no como un mero consumidor pasivo, sino como un participante activo y reflexivo.

Si algo debe enseñarnos la educación es a trascender lo inmediato, a valorar lo que no tiene un precio de mercado inmediato, a reconocer que algunas de las transformaciones más valiosas son aquellas que ocurren gradualmente, casi imperceptiblemente, en la profundidad de nuestra conciencia.

El conocimiento, en su expresión más auténtica, no necesita justificarse por su utilidad inmediata. Su valor más profundo radica en cómo nos transforma interiormente, en cómo amplía nuestra capacidad de comprender y habitar el mundo con mayor profundidad y sabiduría.

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